9.2.15

El misterio del viaje trasatlántico en avión o de la nota errada


 Un artículo publicado en una revista literaria nicaragüense de 1980, y vuelto a publicar o a digitalizarse en internet hace muy poco, redacta una semblanza de Julio Cortázar (1914-1984) para dar pie a un cuento suyo: “La Señorita Cora”. Lo de siempre: que por la actividad diplomática de su padre fue a nacer a Bélgica el 26 de agosto de 1914, que vivió en Suiza, en Barcelona (donde admiró, con los enormes ojos que desde niño tuvo, el Parque Güell de Gaudí), en Banfield, Chivilcoy, Mendoza, Buenos Aires, que de niño llegó a leer tanto que un médico aconsejó a la madre retirarle los libros (tenía pleuritis, asma y era aislado), que creció dos metros, escribió unas cosas y borró otras, encontró ocupación de traductor al francés y al inglés y “viajó a Europa en 1949, deseoso de conocer Italia y Francia. En el avión en que viajó coincidió con los poetas colombiano y mexicano: Porfirio Barba Jacob y Carlos Pellicer”. La nota continuaba y resumía la vida oficial del escritor.
El dato que cito por ningún lado checa. Barba Jacob, a ese fecha, llevaba siete años muerto. Y en efecto, Cortázar realizó ese viaje pero en barco. Y con quien coincidió fue con Edith Arón, prefiguración de La Maga.
¿A qué este yerro?, ¿quién escribió una semblanza a la que agregó una línea del todo fantástica? Tal vez un aburrido corresponsal que bien creyó pasaría desapercibida una línea así, ¿y cuál iba a ser la diferencia si de todos modos nadie lee con demasiada atención las semblanzas, la reiteración de la memoria obligada y breve de inicio de simposio? Semblanza anónima o de la redacción, nadie firmó. Peor aún: cuando quise volver a revisar la página pecaba de Error 404 y no la encontré por otra vía. El nombre de la revista era Voz Urbana y aquella era la número 23.


Barba Jacob

Porfirio Barba Jacob (1884-1942) nunca viajó en avión. Sus restos al morir sí (de México a Colombia) pero él o su alma no. Nada lo relaciona con viajes en avión más que algunas líneas que escribió desde la tierra acerca de la llegada a Barranquilla, Colombia, del aeroplano Breguet 29 piloteado por Dieudonne Costes y José María Le Brix en diciembre de 1927. Escribió en El Espectador (enero, 1928): “La llegada de los jóvenes capitanes nos da una suerte de universalidad con que acaso no habíamos contado. Un día las estupendas proezas de la aviación vienen a probarnos que el milagro es ya un hecho cotidiano y a sugerirnos que las rutas del aire pueden llegar a ser mucho menos peligrosas que las rutas del suelo. La aviación consuma apenas sus primeras victorias definitivas, pero nos deja entrever mil admirables posibilidades cercanas. Ella prestará matemática seguridad a sus naves; sabrá ponerlas a cubierto de las mutaciones de la meteorología; les dará ensanche acorde con las exigencias del turismo, de la industria, del comercio. Se hará tal vez más rápida, de suerte que llegue a reducir las distancias. ¿Será así? Algo se resiste en nosotros a la admisión de una realidad que tiene tan vivas trazas de cercanía en el curso de los años”. Su entusiasmo por la máquina voladora y los inevitables avances tecnológicos que su imaginación prodigiosa intuye decae al final de la nota en que vuelven a derretirse las alas de Ícaro: “Pero aun en las magníficas epopeyas del aire, cruzando los océanos y los continentes a una velocidad que suscita el vértigo, en medio del orgullo de su nueva dominación, el hombre no se habrá redimido de su vieja inquietud, de la tristeza que se esconde en la oscuridad de sus orígenes y de sus destinos. En este canto magnífico vuelve a torturarnos el dolor, el irreductible dolor humano. Y es que la certidumbre de nuestra limitación, de estar eternamente presos en este saco que es nuestra piel, reaparece y se aviva por el contraste de la miseria propia con esa visión de gloria imposible, de vuelo ilimitado, de júbilo que ningún dios pudo sentir jamás”.




Carlos Pellicer

Nada relaciona tampoco a Barba Jacob con Julio Cortázar, aunque sí con Carlos Pellicer (1897-1977). De hecho, Pellicer acompañó los restos de Barba Jacob desde México hasta Antioquia, a pedido de Torres Bodet. Y en vida lo conoció y fueron amigos de los que muy poco se frecuentan. Pellicer sí gozó del privilegio de viajar en avión. Amigo de Vasconcelos, viajó con él por todos lados. Vasconcelos escribe que “desde la nave aérea ha visto Pellicer su América”. En algún momento, incluso, fue propósito de Pellicer estudiar aviación. Ese deseo también tuvo en su adolescencia el que entonces ya era Ministro de México en París, Alfonso Reyes. Por eso Pellicer lo consultó y Reyes quedó en orientarlo, pero doña Deifilia, madre de Pellicer, le pidió al ministro que no ayudara al hijo a cumplir tal propósito absurdo. Pellicer no estudió aviación pero nada impidió que se sintiera aviador. En un prólogo inédito a “Poemas aéreos” de 1956 (dedicado a Alfonso Reyes por lo que ahora sabemos) escribe: “Estos poemas no deben sorprender a nadie si se piensa que han sido escritos con la lógica de los aviadores. El aviador, desde su avión, está haciendo el mundo a su antojo (…) La de los aviadores es una lógica dinámica que no tiene nada que ver con la del resto de los hombres. Cuando el piloto es muy hábil, para ejecutar actos de acrobacia, se tiene la impresión real de que no es el avión, sino las cosas las que se mueven. El aviador, antes que otra cosa, es artista (…) El acto de volar es en sí ya un acto de belleza (…) La idea de tiempo y espacio se aniquila durante el vuelo. El pensamiento desaparece casi completamente”.
Algunos versos notables de “Poemas aéreos”: “De aquella libertad quedé cautivo. Bebiéndome la sed planté el desierto y del sol en el cielo fui nativo”. “Toda criatura me dirá: “contigo” cuando en el agua escuche mi voz clara”. “Yo vivo todo en tierra. Tú eres cielo. Tú azul, y yo en el hueco de mí mismo”. “Y salgo a caminar entre dos cielos y ya al anochecer vuelvo a mis ruinas”. “La desnudez del campo, su sonora musculatura, su reposo esbelto…”. “Mi voluntad de ser no tiene cielo; sólo mira hacia abajo y sin mirada.”.


Julio Cortázar

Por su parte, Cortázar dejó dos obras maestras del cuento que guardan estrecha relación con los aviones. “La isla a mediodía”, que apareció en “Todos los fuegos el fuego” (1966), libro inmediatamente posterior a Rayuela, y “Manuscrito hallado junto a una mano” que habría escrito en 1955. Se conservó en la Universidad de Texas en Austin desde entonces y Alfaguara lo rescató en “Papeles inesperados” (2009).
Sin la existencia del avión en su tiempo, estos cuentos no habrían podido ser. En ambos, el avión es el espacio narrativo fundamental y el clímax de los relatos están asociados a esa pesadilla de muchísimos que es la abrupta caída de un avión. Sobre todo el segundo parece realmente haber sido escrito desde un avión.
El narrador se dice aburrido del vuelo y se pone a escribir la historia que lo llevó a ese momento porque “me complace releer una y otra vez mi maravillosa historia”. Si se jacta es porque ha logado extorsionar a violinistas y vivir de sus dineros (17,900 dólares mensuales). Descubrió que si en un concierto de orquesta pensaba en su tía, de forma misteriosa e irrevocable el violinista se equivocaba. El desenlace, como todo el cuento, es propio de quien pudiendo ser genio prefiere ser genial: “Ya estamos llegando, el avión inicia su descenso. Desde la cabina de comando debe ser impresionante ver cómo la tierra parece enderezarse amenazadoramente. Me imagino que a pesar de su experiencia, el piloto debe estar un poco crispado, con las manos aferradas al timón. Sí, era un sombrero rosa con volados, a mí tía le quedaba tan”.
“La isla a mediodía” es más solemne y no menos fantástico. “La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo”. La isla comienza a obsesionarle; cada vez que transita por encima, rodeada por el “intenso azul” del mar Egeo, la mira con devoción.  Finalmente se decide a visitarla. “La isla lo invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. (…) Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo para nadar hacia la orilla”. Marini está extasiado. Se deja caer de espaldas en la arena y mira al cielo. Aparece el avión, el vuelo en que solía viajar. “Cerrando los ojos se dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más iba a pasar sobre la isla”. Al abrir los ojos el avión está cayendo en picada.
Para los tres poetas, que nunca viajaron juntos en 1949, el avión vuela en el mismo sentido que las magias. A 31 mil pies sobre el nivel del mar todo es posible, y eso lo saben mejor quienes ya desde la tierra –como Barba Jacob, que nunca voló en avión- bajo ese principio actuaron.


Hermanos Wright

Quienes se acostumbran a volar en avión olvidan que durante siglos y siglos ese fue un acto que la humanidad sólo pudo soñar y que apenas se hizo posible el 17 de diciembre de 1903 en que los hermanos Wright culminaron los esfuerzos. Para los poetas, que no se acostumbran nunca a nada, un vuelo en avión, como muchas otras cosas, es un hecho imposible que sucede y no se pide explicación. En aquellas alturas Pellicer encontró mucho de acrobacia y de Dios. En ese flote, entre las turbulencias, la Divina Gracia. Cortázar pudo hacer uso de su fantasía, esa percepción que atisba “la interferencia de elementos que no corresponden”. El carácter de Barba Jacob fue como “un aeroplano veloz, triunfal sonoro, con motor de diamante, con hélice de oro…” (Imágenes) o como el humo, de acuerdo a su exhaustivo biógrafo, Fernando Vallejo; flotó y se dejó llevar por el viento de la vida.
Inevitable imaginarlos, cada uno en su asiento que, desde luego, eligieron contra la ventanilla. Sus ojos iluminados por las nubes blancas. Las nubes y ellos a la misma altura, su boca entreabierta de estupefacción, su mirada inquieta. Inevitable ser testigos de su asombro, del miedo primitivo en el despegue, al abrocharse el cinturón, al prepararse. Casi no tardan en desprenderse esa timidez de pájaros que no saben de vértigo. La ciudad pequeña, la ciudad cada vez más pequeña, porque París o Bagdad o Antioquia son apenas trazos de la tierra inmensa, abierta. La tierra y el cielo, como dispuestos para ser cultivados por ellos, por sus visiones. Los grandes lagos, como charquitos de calles. Los barcos, ¿cuáles? La línea del horizonte, ¿cómo explicarlo? El crepúsculo majestuoso sólo interrumpido por la también bella azafata. En lo más alto, los poetas escriben sin dejar de mirar por la ventana, sin dejar huella en el cielo aunque sí en sus hojitas y en su imaginación. Sólo el aterrizaje los devolverá a lo suyo.
Inevitable imaginarlos al descenso, a la espera de su maleta en el carrusel donde ya empiezan otras a deslizarse. Si se encontraron no se reconocieron. Se parecen tanto y a la vez cada quien es su mundo. Están ahí, abstraídos como si el cielo los hubiera enmudecido.

Emilio Toledo M. 


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