I
Viajero: has llegado a la
región más transparente del aire.
En
la era de los descubrimientos, aparecen libros llenos de noticias
extraordinarias y amenas narraciones geográficas. La historia, obligada a
descubrir nuevos mundos, se desborda del cauce clásico, y entonces el
hecho político cede el puesto a los discursos etnográficos y a la
pintura de civilizaciones. Los historiadores del siglo XVI fijan el
carácter de las tierras recién halladas, tal como éste aparecía a los
ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a veces. El
diligente Giovanni Battista Ramusio publica su peregrina recopilación
Delle Navigationi et Viaggi en Venecia en el año de 1550. Consta la obra
de tres volúmenes in-folio, que luego fueron reimpresos aisladamente, y
está ilustrada con profusión y encanto. De su utilidad no puede
dudarse: los cronistas de Indias del Seiscientos (Solís al menos)
leyeron todavía alguna carta de Cortés en las traducciones italianas que
ella contiene.
En sus estampas, finas y candorosas, según la
elegancia del tiempo, se aprecia la progresiva conquista de los
litorales; barcos diminutos se deslizan por una raya que cruza el mar;
en pleno océano, se retuerce, como cuerno de cazador, un monstruo
marino, y en el ángulo irradia picos una fabulosa estrella náutica.
Desde el seno de la nube esquemática, sopla un Éolo mofletudo, indicando
el rumbo de los vientos —constante cuidado de los hijos de Ulises—.
Vense pasos de la vida africana, bajo la tradicional palmera y junto al
cono pajizo de la choza, siempre humeante; hombres y fieras de otros
climas, minuciosos panoramas, plantas exóticas y soñadas islas. Y en las
costas de la Nueva Francia, grupos de naturales entregados a los usos
de la caza y la pesquería, al baile o a la edificación de ciudades. Una
imaginación como la de Stevenson, capaz de soñar La isla del tesoro ante
una cartografía infantil, hubiera tramado, sobre las estampas del
Ramusio, mil y un regocijos para nuestros días nublados.
Finalmente, las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí nuestros ojos: he aquí un nuevo arte de naturaleza.
La
mazorca de Ceres y el plátano paradisíaco, las pulpas frutales llenas
de una miel desconocida; pero, sobre todo, las plantas típicas: la
biznaga mexicana —imagen del tímido puerco espín—, el maguey (del cual
se nos dice que sorbe sus jugos a la roca), el maguey que se abre a flor
de tierra, lanzando a los aires su plumero; los «órganos» paralelos,
unidos como las cañas de la flauta y útiles para señalar la linde; los
discos del nopal —semejanza del candelabro—, conjugados en una
superposición necesaria, grata a los ojos: todo ello nos aparece como
una flora emblemática, y todo como concebido para blasonar un escudo. En
los agudos contornos de la estampa, fruto y hoja, tallo y raíz, son
caras abstractas, sin color que turbe su nitidez.
Esas plantas
protegidas de púas nos anuncian que aquella naturaleza no es, como la
del sur o las costas, abundante en jugos y vahos nutritivos. La tierra
de Anáhuac apenas reviste feracidad a la vecindad de los lagos. Pero, a
través de los siglos, el hombre conseguirá desecar sus aguas, trabajando
como castor; y los colonos devastarán los bosques que rodean la morada
humana, devolviendo al valle su carácter propio y terrible: —En la
tierra salitrosa y hostil, destacadas profundamente, erizan sus garfios
las garras vegetales, defendiéndose de la seca—.
Abarca la
desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres
razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco hay de
común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que
nos dio treinta años de paz augusta—. Tres regímenes monárquicos,
divididos por paréntesis de anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y
se corrige la obra del Estado, ante las mismas amenazas de la naturaleza
y la misma tierra que cavar. De Netzahualcóyotl al segundo Luis de
Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar
la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando la última palada y
abriendo la última zanja.
Es la desecación de los lagos como un
pequeño drama con sus héroes y su fondo escénico. Ruiz de Alarcón lo
había presentido vagamente en su comedia de El semejante a sí mismo. A
la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y Arzobispo, se abren
las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los tajos. Ése,
el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los dictámenes
adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente; hasta que las rejas de
la prisión se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano
segura.
Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa
espiaba de cerca a la ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo
gracioso y cruel, barriendo sus piedras florecidas; acechaba, con ojo
azul, sus torres valientes.
Cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social.
El
viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay
en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una
Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria
seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebren enormes
montañas), donde el aire brilla como espejo y se goza de un otoño
perenne. La llanura castellana sugiere pensamientos ascéticos: el valle
de México, más bien pensamientos fáciles y sobrios. Lo que una gana en
lo trágico, la otra en plástica rotundidad.
Nuestra naturaleza tiene
dos aspectos opuestos. Uno, la cantada selva virgen de América, apenas
merece describirse. Tema obligado de admiración en el Viejo Mundo, ella
inspira los entusiasmos verbales de Chateaubriand. Horno genitor donde
las energías parecen gastarse con abandonada generosidad, donde nuestro
ánimo naufraga en emanaciones embriagadoras, es exaltación de la vida a
la vez que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las
rampas de la montaña; los nudos ciegos de las lianas; toldos de
platanares; sombra engañadora de árboles que adormecen y roban las
fuerzas de pensar; bochornosa vegetación; largo y voluptuoso torpor, al
zumbido de los insectos. ¡Los gritos de los papagayos, el trueno de las
cascadas, los ojos de las fieras, le dard empoisonné du sauvage! En
estos derroches de fuego y sueño —poesía de hamaca y de abanico— nos
superan seguramente otras regiones meridionales.
Lo nuestro, lo de
Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que gusten de
tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro. La visión
más propia de nuestra naturaleza está en las regiones de la mesa
central: allí la vegetación arisca y heráldica, el paisaje organizado,
la atmósfera de extremada nitidez, en que los colores mismos se ahogan
—compensándolo la armonía general del dibujo—; el éter luminoso en que
se adelantan las cosas con un resalte individual; y, en fin, para de una
vez decirlo en las palabras del modesto y sensible Fray Manuel de
Navarrete:
una luz resplandeciente
que hace brillar la cara de los cielos.
Ya
lo observaba un grande viajero, que ha sancionado con su nombre el
orgullo de la Nueva España; un hombre clásico y universal como los que
criaba el Renacimiento, y que resucitó en su siglo la antigua manera de
adquirir la sabiduría viajando, y el hábito de escribir únicamente sobre
recuerdos y meditaciones de la propia vida: en su Ensayo político, el
barón de Humboldt notaba la extraña reverberación de los rayos solares
en la masa montañosa de la altiplanicie central, donde el aire se
purifica.
En aquel paisaje, no desprovisto de cierta
aristocrática esterilidad, por donde los ojos yerran con discernimiento,
la mente descifra cada línea y acaricia cada ondulación; bajo aquel
fulgurar del aire y en su general frescura y placidez, pasearon aquellos
hombres ignotos la amplia y meditabunda mirada espiritual. Extáticos
ante el nopal del águila y de la serpiente —compendio feliz de nuestro
campo— oyeron la voz del ave agorera que les prometía seguro asilo sobre
aquellos lagos hospitalarios. Más tarde, de aquel palafito había
brotado una ciudad, repoblada con las incursiones de los mitológicos
caballeros que llegaban de las Siete Cuevas —cuna de las siete familias
derramadas por nuestro suelo—. Más tarde, la ciudad se había dilatado en
imperio, y el ruido de una civilización ciclópea, como la de Babilonia y
Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los infaustos días de Moctezuma
el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro,
traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés («polvo, sudor y
hierro») se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores
—espacioso circo de montañas.
A sus pies, en un espejismo de
cristales, se extendía la pintoresca ciudad, emanada toda ella del
templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban las aristas de
la pirámide.
Hasta ellos, en algún oscuro rito sangriento, llegaba
—ululando— la queja de la chirimía y, multiplicado en el eco, el latido
del salvaje tambor.
II
Parecía a las cosas de encantamiento que
cuentan en el libro de Adamís... No sé cómo
lo cuente.
Bernal Díaz del Castillo
Dos
lagunas ocupan casi todo el valle: la una salada, la otra dulce. Sus
aguas se mezclan con ritmos de marea, en el estrecho formado por las
sierras circundantes y un espinazo de montañas que parte del centro. En
mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor
de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro puertas y tres
calzadas, anchas de dos lanzas jinetas. En cada una de las cuatro
puertas, un ministro grava las mercancías. Agrúpanse los edificios en
masas cúbicas; la piedra está llena de labores, de grecas. Las casas de
los señores tienen vergeles en los pisos altos y bajos, y un terrado por
donde pudieran correr cañas hasta treinta hombres a caballo. Las calles
resultan cortadas, a trechos, por canales. Sobre los canales saltan
unos puentes, unas vigas de madera labrada capaces de diez caballeros.
Bajo los puentes se deslizan las piraguas llenas de fruta. El pueblo va y
viene por la orilla de los canales, comprando el agua dulce que ha de
beber: pasan de unos brazos a otros las rojas vasijas. Vagan por los
lugares públicos personas trabajadoras y maestros de oficio, esperando
quien los alquile por sus jornales. Las conversaciones se animan sin
gritería: finos oídos tiene la raza, y, a veces, se habla en secreto.
Óyense unos dulces chasquidos; fluyen las vocales, y las consonantes
tienden a licuarse. La charla es una canturía gustosa. Esas xés, esas
tlés, esas chés que tantos nos alarman escritas, escurren de los labios
del indio con una suavidad de aguamiel.
El pueblo se atavía con
brillo, porque está a la vista de un grande emperador. Van y vienen las
túnicas de algodón rojas, doradas, recamadas, negras y blancas, con
ruedas de plumas superpuestas o figuras pintadas. Las caras morenas
tienen una impavidez sonriente, todas en el gesto de agradar. Tiemblan
en la oreja o la nariz las arracadas pesadas, y en las gargantas los
collaretes de ocho hilos, piedras de colores, cascabeles y pinjantes de
oro. Sobre los cabellos, negros y lacios, se mecen las plumas al andar.
Las piernas musculosas lucen aros metálicos, llevan antiparas de hoja de
plata con guarniciones de cuero -cuero de venado amarillo y blanco.
Suenan las flexibles sandalias. Algunas calzan zapatones de un cuero
como de marta y suela blanca cosida con hilo dorado. E las manos aletea
el abigarrado moscador, o se retuerce el bastón en forma de culebra con
dientes y ojos de nácar, puño de piel labrada y pomas de pluma. Las
pieles, las piedras y metales, la pluma y el algodón confunden sus
tintes en un incesante tornasol y -comunicándoles su calidad y finura-
hacen de los hombres unos delicados juguetes.
Tres sitios concentran
la vida de la ciudad: en toda ciudad normal otro tanto sucede: Uno es
la casa de los dioses, otro el mercado, y el tercero el palacio del
emperador. Por todas las colaciones y barrios aparecen templos, mercados
y palacios menores. La triple unidad municipal se multiplica,
bautizando con un mismo sello toda la metrópoli.
El templo mayor
es un alarde de piedra. Desde las montañas de bastalto y de pórfido que
cercan el valle, se han hecho rodar moles gigantescas. Pocos pueblos
-escribe Humboldt- habrán removido mayores masas. Hay un tiro de
ballesta de esquina e saquina de cuadrado, base de la pirámide. De la
altura, puede contemplarse todo el panorama chinesco. Alza el templo
cuarenta torres, bordadas por fuera, y cargadas en los interior de
imaginería, zaquizamíes y maderamiento picado de figuras y monstruos.
Los gigantescos ídolos -afirma Cortés- están hechos con una mezcla de
todas las semillas y legumbres que son alimento del azteca. A su lado,
el tambor de piel de serpiente que deja oír a dos leguas su fúnebre
retumbo; a su lado, bocinas, trompetas y navajones. Dentro del templo
pudiera caber una villa de quinientos vecinos. En el muro que lo
circunda, se ven unas moles en figura de culebras asidas, que serán más
tarde pedestales para las columnas de la catedral. Los sacerdortes viven
en la muralla o cerca del templo; visten hábitos negros, usan los
cabellos y largos y despeinados, evitan ciertos manjares, practican
todos los ayunos. Junto al templo están recluidas las hijas de algunos
señores, que hacen vida de monjas y gastan los días tejiendo en pluma.
Pero
las calaveras expuestas y los testimonios ominosos del sacrificio,
pronto alejan al soldado cristiano, que, en cambio, se explaya con
deleite en la descripción de la fiera.
Se hallan en el mercado
-dice- "todas cuantas cosas se hallan en toda la tierra". Y después
explica que alguna más, en punto a mantenimientos, vituallas, platería.
Esta plaza principal está rodeada de portales, y es igual a dos de
Salamanca. Discurren ponr ella diariamente -quiere hacernos creer-
sesenta mil hombres cuando menos. Cada especie o mercaduría tiene su
calle, sin que se consiente confusión. Todo se vende por cuenta y
medida, pero no por peso. Y tampoco se tolera el fraude: por entre aquel
torbellino, andan siempre disimulados unos celosos agentes, a quienes
se ha visto romper las medidas falsas. Diez o doce jueces, bajo su
solio, deciden los pleitos del mercado, sin ulterior trámite de alzada,
en equidad y a vista del pueblo. A aquella gran palaza traían a tratar
los esclavos, atados en unas varas largas y sujetos por el collar.
Allí
venden -dice Cortés- joyas de oro y plata, de plomo, de latón, de
cobre, de estaño; huesos, caracoles y plumas; tal piedra labrada y por
labrar; adobes, ladrillos, madera labrada y por labrar. Venden también
oro en grano y en polvo, guardado en cañutos de pluma que, con las
semillas más generales, sirven de moneda. Hay calles para la caza, donde
se encuentran todas las aves que congrega la variedad de climas
mexicanos, tales como perdices y codornices, gallinas, levancos,
dorales, zarcetas, tórtolas, palomas y pajaritos en cañuela; buharros y
papagayos, halcones, águilas, cernícalos, gavilanes. De las aves de
rapiña se venden también los plumones con cabeza, uñas y pico. Hay
conejos, liebres, venados, gamos, tuzas, topos, lirones y perros
pequeños que crían para comer castrados. Hay calle de herbolarios, dobde
se venden raíces y yerbas de salud, en cuyo conocimiento empírico se
fundaba la medicina: más de mil doscientas hicieron conocer los indios
al doctor Francisco Hernández, médico de cámara de Felipe II y Plinio de
la Nueva España. Al lado, boticarios ofrecen ungüentos, emplastos y
jarabes medicinales. Hay casas de barbería, donde lavan y rapan las
cabezas. Hay casas donde se come y bebe por precio. Mucha leña, astilla
de ocote, carbón y braserillos de barro. Esteras para la cama, y otras,
más finas, para el asiento o para esterar salas y cámaras. Verduras en
cantidad, y sobre todo, cebolla, puerro, ajo, boraaja, mastuerzo, berro,
acedera, cardos y targaninas. Los capulines y las ciruelas son las
frutas que más se venden. Miel de abejas y cera de panal; meil de caña
de maíz, tan untuosa y dulce como la de azúcar; miel de maguey, de que
hacen también azúcares y vinos. Cortés, describiendo estas mieles al
Emperador Carlos V, le dice con encantandora sencillez: "¡mejores que el
arrope!" Los hiladosde algodón para colgaduras, tocas, manteles y
pañizuelos le recuerdan la alcaicería de Granada. Asimismo hay mantas,
abarcas, sogas, raíces dulces y resposterías, que sacan del henequén.
Hay hojas vegetales de que hacen su papel. Hay cañutos de olores con
liquidámbar, llenos de tabaco. Colores de todos los tintes y matices.
Aceites de chía que nos comparan a mostaza y otros a zaragatona, con que
hacen la pintura inatacable por el agua: aún conserva el indio el
secreto de esos brillos de esmalte, lujo de sus jícaras y vasos de palo.
Hay cueros de venado con pelo si él, grises y blancos,
artificiosamente pintados; cueros de nutrias, tejones y gatos monteses,
de ellos adobados y de ellos sin adobar. Vasijas, cántaros y jarros de
toda forma y fábrica, pintados, vidriados y de singular barro y calidad.
Maíz en grano y en pan, superior al de las Islas conocidas y Tierra
Firme. Pescado fresco y salado, crudo y guisado. Huevos de gallinas y
ánsares, tortillas de huevos de las otras aves.
El zumbar y ruido de
la plaza –dice Bernal Díaz- asombra a los mismos que han estado en
Constantinopla y en Roma. Es como un mareo de los sentidos, como un
sueño de Breughel, donde las alegorías de la materia cobran un calor
espiritual. En pintoresco atolondramiento, el conquistador va y viene
por las calles de la feria, y conversva de sus recuerdos la emoción de
un raro y palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en
cohete los colores; el apetito despierta al olor picante de las yerbas y
las especias. Rueda, se desborda del azafate todo el paraíso de la
fruta: globos de color, ampollas transparentes, racimos de lanzas, piñas
escamosas y cogollos de hojas. En las bateas redondas de sardinas,
giran los reflejos de plata y de azafrán, las orlas de aletas y colas en
pincel; de una cuba sale la bestial cabeza del pescado, bigotudo y
atónita. En las calles de la cetrería, los picos sedientos; las alas
azules y guindas, abiertas como un laxo abanico; las patas crispadas que
ofrecen una consistencia terrosa de raíces; el ojo, duro y redondo, del
pájaro muerto. Más allá, las pilas de granos vegetales, negros, rojos,
amarillos y blancos, todos relucientes o oleaginosos. Después, la
venatería confusa, donde sobresalen, por entre colinas de lomos y flores
de manos callosas, un cuerno, un hocico, una lengua colgante: fluye por
el suelo un hilo rojo que se acercan a lamer los perros. A otro
término, el jardín artificial de tapices y de tejidos; los juguetes de
metal y de piedra, raros y monstruosos, sólo comprensibles –siempre-
para el pueblo que los fabrica y juega con ellos; los mercaderes
rifadores, los joyeros, los pellejeros, los alfareros, agrupados
rigurosamente por gremios, como en las procesiones de Alsloot. Entre las
vasijas morenas se pierden los senos de la vendedora. Sus brazos corren
por entre el barro como en su elemento nativo: forman asas a los
jarrones y culebrean por los cuelos rojizos. Hay, en la cintura de las
tinajas, unos vivos de negro y oro que recuerdan el collar ceñido a su
garganta. Las anchas ollas parecen haberse sentado, como la india, con
las rodillas pegadas y los pies paralelos. El agua, rezumando,
gorgoritea en los búcaros olorosos.
Lo más lindo de la plaza
–declara Gómara- está en las obras de oro y pluma, de que contrahacen
cualquier cosa y color. Y son los indios tan oficiales desto, que hacen
de pluma una mariposa, un animal, un árbol, una rosa, las flores, las
yerbas y peñas, tan al propio que parece lo mismo que o está vivo o
natural. Y acontéceles no comer en todo un día, poniendo, quitando y
asentando la pluma, y mirando a una parte y otra, al sol, a la sombra, a
la vislumbre, por ver si dice mejor a pelo o contrapelo, o al través,
de la oa haz o del envés; y, en fin, no la dejan de las manos hasta
ponerla en toda perfección. Tanto sufrimiento pocas naciones le tienen,
mayormente donde hay cólera como en la nuestra.
El oficio más primo y
artificioso es platero; y así, sacan al mercado cosas bien labradas con
piedra y hundidas con fuego: un plato ochavado, el un cuarto de oro y
el otro de plata, no soldado, sino fundido y en la fundición pegado; una
calderica, que sacan con su asa, como acá una campana, pero suelta; un
pesce con una escama de plata y otra de oro, aunque tengan muchas.
Vacían un papagayo, que se le ande la lengua, que se le meneen las
cabezas y las alas. Funden una mona, que juegue pies y cabeza y tenga en
las manos un huso que parezca que hila, o una manzana que parezca que
come. Y lo tuvieron a mucho nuestros españoles, y los platero de acá no
alcanzan el primor. Esmaltan asimismo, engastan y labran esmeraldas,
turquesas y otras piedras, y agujeran perlas…
Los juicios de
Bernal Díaz no hacen ley en materia de arte, pero bien revelan el
entusiasmo con que los conquistadores consideraron al artífice indio:
“Tres indios hay en la ciudad de México –escribe- tan primos en su
oficio de entalladores y pintores, que se dicen Marcos de Aquino y Juan
de la Cruz y el Crespillo, que si fueran en tiempo de aquel antiguo y
afamado Apeles de Miguel Ángel o Berruguete, que son de nuestros
tiempos, les pusieran en el número dellos.”
El emperador tiene
contrahechas en oro y plata y piedras y plumas todas las cosas que,
debajo del cielo, hay en su señorío. El emperador aparece, en las viejas
crónicas, cual un fabuloso Midas cuyo trono reluciera tanto como el
sol. Si hay poesía en América –ha podido decir el poeta-, ella está en
el gran Moctezuma de la silla de oro. Su reino de oro, su palacio de
oro, sus ropajes de oro, su carne de oro. Él mismo ¡no ha de levantar
sus vestiduras para convencer a Cortés de que no es de oro? Sus dominios
se extienden hasta términos desconocidos; a todo correr, parten a los
cuatro vientos sus mensajeros, para hacer ejecutar sus órdenes. A
Cortés, que le pregunta si era vasallo de Moctezuma, responde un
asombrado casique:
-Pero ¿quién no es su vasallo?
Los señores de
todas esas tierras lejanas residen mucha parte del año en la misma
corte, y envían sus primogéntios al servicio de Moctezuma. Día por día
acuden al palacio hasta seiscientos caballeros, cuyos servidores y
cortejo llenan dos o tres dilatados patios y todavía hormiguean por la
calle, en los aledaños de los sitios reales. Todo el día pulula en torno
al rey el séquito abundante, pero sin tener acceso a su persona. A
todos se sirve de comer a un tiempo, y la botillería y despensa quedan
abiertas para el que tuviere hambre y sed.
Venían trescientos o
cuatrocientos mancebos con el manjar, que era sin cuento, porque todas
las veces que comía y cenaba (el emperador) le traían todas las maneras
de manjares, así de carnes como de pescados y frutas y yerbas que en
toda la tierra se podían haber. Y porque la tierra es fría, traían
debajo de cada plato y escudilla de manjar un braserico con brasa, por
que no se enfriase.
Sentábase el rey en una almohadilla de
cuero, en medio de un salón que se iba poblando con sus servidores; y
mientras comía, daba de comer a cinco o seis señores ancianos que se
mantenían desviados de él. Al principio y fin de las comidas, unas
servidoras le daban aguamanos, y ni la toalla, platos, escudillas ni
braserillos que una vez sirvieron volvían s ervir. Parece que mientras
cenaba se divertía con los chistes de sus juglares y jorobados, o se
hacía tocar música de zampoñas, flautas, caracoles, huesos y atabales, y
otros instrumentos así. Junto a él ardían unas ascuas olorosas, y le
protegía de las miradas un biombo de madera. Daba a los truhanes los
relieves de su festín, y les convidaba con jarros de chocolate. “De vez
en cuando –recuerda Bernal Díaz- traían unas como copas de oro fino, con
cierta bebida hecha del mismo cacao, que decían era para tener acceso
con mujeres.”
Quitada la mesa, ida la gente, comparecían algunos
señores, y después los truhanes y jugadores de pies. Unas veces el
emperador fumaba y reposaba, y otras veces tendían una estera en el
patio, y comenzaban los bailes al compás de los leños huecos. A un
fuerte silbido rompen a sonar los tambores, y los danzantes van
apareciendo con ricos mantos, abanicos, ramilletes de rosas, papahigos
de pluma que fingen cabezas de águilas, tigres y caimanes. La danza
alterna con el canto; todos se toman de la mano y empiezan por
movimientos suaves y voces bajas. Poco a poco van animándose; y, para
que el gusto no decaiga, circulan por entre las filas de danzantes los
escanciadores colando licores con los jarros.
Moctezuma “vestíase
todos los días cuatro maneras de vestiduras, todas nuevas, y nunca más
se las vestía otra vez. Todos los señores que entraban en su casa, no
entraban calzados”, y cuando comparecían ante él, se mantenían
humillados, la cabeza baja y sin mirarle a la cara. “Ciertos señores
–añade Cortés- reprendían a los españoles, diciendo que cuando hablababn
conmigo estaban exentos, mirándome a la cara, que parecía acatamiento y
poca vergüenza”. Descalzábanse, pues, los señores, cambiaban los ricos
mantos por otros más humildes, y se adelantaban con tres reverencias:
“Señor –mi señor- gran señor”. “Cuando salía fuera el dicho Moctezuma,
que era pocas veces, todos los que iban por él y los que topaba por las
calles le volvían el rostro, y todos los demás se postraban hasta que él
pasab”-nota Cortés. Procedíale uno como lictor con tres varas delgadas,
una de las cuales empuñaba él cuando descendía de las andas. Hemos de
imaginarlo cuando se adelanta a recibir a Cortés, apoyado en brazos de
dos señores, a pie y por mitad de una ancha calle. Su cortejo, en larga
procesión, camina tras él formando dos hileras, arrimado a los muros.
Precédenle sus servidores, que extienden tapices a su paso.
El
emperador es aficionado a la caza; sus cetreros pueden tomar cualquier
ave a ojeo, según es fama; en tumulto, sus monteros acosan a las fieras
vivas. Mas su pasatiempo favorito es la caza de altanería; de garzas,
milanos, cuervos y picazas. Mientras unos andan a volatería con lazo y
señuelo, Moctezuma tira con el arco y la cerbatana. Sus cerbatanas
tienen los broqueles y puntería tan largos como un jeme, y de oro; están
adornadas con formas de flores y animales.
Dentro y fuera de la
ciudad tiene sus palacios y casas de placer, y en cada una su manera de
pasatiempo. Ábranse las puertas a calles y plazas, dejando ver patios
con fuentes, losados como los tableros de ajedrez; paredes de mármol y
jaspe, pórfido, piedra negra; muros veteados de rojo, muros
traslucientes; techos de cedro, pino, palma, ciprés, ricamente
entallados todos. Las cámaras están pintadas y esteradas; tapizadas
otras con telas de algodón, con pelo de conejo y con pluma. En el
oratorio hay chapas de oro y plata con incrustaciones de pedrería. Por
los babilónicos jardines –donde no se consentía hortaliza ni fruto
alguno de provecho- hay miradores y corredores en que Moctezuma y sus
mujeres salen a recrearse; bosques de gran circuito con artificios de
hojas y flores, conejereas, vivares, riscos y peñoles, por donde vagan
ciervos y corzos; diez estanques de agua dulce o salada, para todo
linaje de aves palustres y marinas, alimentadas con el alimento que les
es natural: unas con pescados, otras con gusanos y moscas, otras con
maíz, y algunas con semillas más finas. Cuidan de ellas trescientos
hombres, y otros cuidan de las aves enfermas. Unos limpian los
estanques, otros pescan, otros les dan a las aves de comer; unos son
para espulgarlas, otros para guardar los huevos, otros para echarlas
cuando encloquecen, otros las pelan para aprovechar la pluma. A otra
parte se hallan las aves de rapiña, desde los cernícalos y alcotanes
hasta el águila real, guarecidas bajo toldos y provistas de sus
alcándaras. También hay leones enjaulados, tigres, lobos, adives,
zorras, culebras, gatos, que forman un infierno de ruidos, y a cuyo
cuidado se consagran los trescientos hombres. Y para que nada falte en
este museo de historia natural, hay aposentos donde viven familias de
albinos, de mounstros, de enanos, corcovados y demás contrahechos.
Había
casas para granero y almacenes, sobre cuyas puertan se veían escudos
que figuraban conejos, y donde se aposentaban los tesoreros, contadores y
receptores; casas de armas cuyo escudo era un arco con dos aljabas,
donde había dardos, hondas, lanzas y porras, broqueles y rodelas,
cascos, grebas y brazaletes, bastos con navajas de pedernal, varas de
uno y dos gajos, piedras rollizas hechas a mano, y unos como paveses
que, al desenrrollarse, cubrían todo el cuerpo del guerrero.
Cuatro veces el Conquistador Anónimo intentó recorrer los palacios de Moctezuma: cuatro veces renunció, fatigado.
III
La flor, madre de la sonrisa
El Nigromante
Si
en todas las manifestaciones de la vida indígena la naturaleza
desempeñó función tan importante como la que revelan los relatos del
conquistador; si las flores de los jardines eran el adorno de los dioses
y de los hombres, al par que motivo sutilizado de las artes plásticas y
jeroglíficas, tampoco podían faltar en la poesía.
La era histórica
en que llegan los conquistadores a México procedía precisamente de la
lluvia de flores que cayó sobre las cabezas de los hombres al finalizar
el cuarto sol cosmogónico. La tierra se vengaba de sus escaseces
anteriores, y los hombres agitaban las banderas de júbilo. En los
dibujos del Códice Vaticano, se la representa por una figura triangular
adornada con torzales de plantas; la diosa de los amores lícitos,
colgada de un festón vegetal, baja hacia la tierra, mientras las
semillas revientan en lo alto, dejando caer hojas y flores.
La
materia principal para estudiar la representación artística de la planta
en América se encuentra en los momumentos de la cultura que floreció
por el valle de México inmediatamente antes de la conquista. La
escritura jeroglífica ofrece el material más variado y más abundante:
Flor era uno de los veinte signos de los días; la flor es también signo
de lo noble y lo precioso; y, asimismo, representa los perfumes y las
bebidas. También surge de la sangre del sacrificio, y corona el signo
jeroglífico de la oratoria. Las guirnaldas, el árbol, el maguey y el
maíz alternan en los jeroglifos de lugares. La flor se pinta de un modo
esquemático, reducida a estrecita simetría, ya vista por el perfil o ya
por la boca de la corola. Igualmente, para la representación del árbol
se usa de un esquema definido: ya es un tronco que se abre en tres ramas
iguales rematando en haces de hojas, o ya son dos troncos divergentes
que se ramifican de un modo simétrico.
En las esculturas de piedra y
barro hay flores aisladas –sin hojas- y árboles frutales radiantes,
unas veces como atributos de la divinidad, otras como adornos de la
persona o decoración exterior del utensilio.
En la cerámica de
Cholula, el fondo de las ollas ostenta una estrella floral, y por las
paredes internas y externas del vaso corren cálices entrelazados. Las
tazas de las hilanderas tienen flores negras sobre fondo amarillo, y, en
ocasiones, la flor aparece meramente evocada por unas fugitivas líneas.
Busquemos también en la poesía indígena la flor, la naturaleza y el paisaje del valle.
Hay
que lamentar como irremediable la pérdida de la poesía indígena
mexicana. Podrá la erudición descubrir aislados ejemplares de ella o
probar la relativa fidelidad con que algunos otros fueron romanceados
por los misioneros españoles; pero nada de eso, por muy importante que
sea, compensará nunca la pérdida de la poesía indígena como fenómeno
general y social. Lo que de ella sabemos se reduce a angostas
conjeturas, y a tal o cual ingenuo relato conservado por religiosos que
acaso no entendieron siempre los ritos poéticos que describían;L así
como se reduce lo que de ella imaginamos a la fabulosa juventud de
Netzahualcóyotl, el príncipe desposeído que vivió algún tiempo bajo los
árboles, nutriéndose con sus frutos y componiendo canciones para solazar
su destierro. De lo que pudo haber sido el reflejo de la naturaleza en
aquella poesía quedan, sin emb argo, algunos curiosos testimonios; los
cuales, a despechos de probables adulteraciones, parecen basarse sobre
elementos primitivos legítimos e inconfundibles. Trátase de viejos
poemas escritos en lengua náhoa, de los que cantaban los indios en sus
festividades, y a los que se refiere Cabrera y Quintero en su Escudo de
Armas de México (1746). Aprendidos de memoria, ellos transmitían de
generación en generación las más minuciosas leyendas epónimas, y también
las reglas de la costumbre. Quien los tuvo a la mano, los pasó en
silencio, tomándolos por composciones hechas para honrar a los demonios.
El texto actual de los únicos que posemos no podría ser una traslación
exacta del primitivo, puesto que la Iglesa hubo de castigarlos, aunque
toleró, por inevitable, la cosumbre gentil de recitarlos en banquetes y
bailes. En 1555, el Concilio Provincial ordenaba someterlos a la
revisión del ministro evangélico, y tres años después se renovaba a los
indios la prohibición de cantarlos sin permiso de sus párrocos y
vicarios. De los únicos hasta hoy conocidos –pues de los que Fray
Bernandino de Sahagún parece haber publicado sólo la mención se
conserva- no se sabe el autor ni la procedencia, ni el tiempo en que
fueron escritos; aunque se presume que se trata de genuinas obras
mexicanas, y no, como alguien creyó, de mera falsificación de los padres
catequistas. Convienen los arqueólogos en que fueron recopilados por un
fraile para ofrecerlos a su superior; y, compuestos antes de la
conquista, se les redactó por escrito poco después que la vieja lengua
fue reducida al alfabeto español. Tan alterados e indirectos como nos
llegan, ofrecen estos cantares un matiz de sensibilidad lujuriosa que no
es, en verdad, prpopio de los misioneros españoles –gente apostólica y
sencilla, de más piedad que imaginación. En terreno tan incierto,
debemos, sin embargo, prevenirnos contra las sorpresas del tiempo. Ojalá
en la inefable semejanza de estos cantares con algún pasaje de Salomón
no haya más que una coincidencia. Ya nos tiene muy sobre aviso aquella
colección de Aztecas en que Pesado parafrasea poemas indígenas, y donde
la crítica ha podido descubrir ¡la influencia de Horacio en
Netzahualcóyotl!
En los viejos cantares náhoas, las metáforas
conservan cierta audacia, cierta aparente incongruencia; acusan una
ideación no europea. Brinton –que los trqaduo al inglés y publicó en
Philadelphia, 1887- cree descubrir cierto sentido alegórico en uno de
ellos: el poeta se pregunta dónde hay que buscar la inspiración, y se
responde, como Wordswort, que en el grande escenario de la naturaleza.
El mundo mismo le aparece como un sensitivo jardín. Llámase el cantar
Ninoyolnonotza: meditación concentrada, melancólica delectación,
fantaseo largo y voluptuoso, donde los sabores del sentido se van
trasmutando en aspiración ideal:
NINOYOLNONOTZA
I. Me
reconcentro a meditar profundamente dónde poder recoger algunas bellas y
fragantes flores. ¿A quién preguntar? Imaginaos que interrogo al
brillante pájaro zumbador, trémula esmeralda; imaginaos que interrogo a
la amarilla mariposa: ellos me dirán que saben dónde se producen las
bellas y fragantes flores, si quiero recogerlas aquí en los bosques de
laurel, donde habita el Tzinitzcán, o si quiero tomarlas en la verde
selva donde mora el Tlauquechol. Allí se las puede cortar brillantes de
rocío; allí llegan a su desarrollo perfecto. Tal vez podré verlas, si es
que han aparecido ya: ponerlas en mis haldas, y saludar con ellas a los
niños y alegrar a los nobles.
II. Al pasear, oigo como si
verdaderamente las rocas respondieran a los dulces cantos de las flores;
responden las aguas lucientes y murmuradoras; la fuente azulada canta,
se estrella, y vuelve a cantar; el Cenzontle contesta; el Coyoltótotl
suele acompañarle, y muchos pájaros canoros esparcen en derredor sus
gorjeos como una música. Ellos bendicen a la tierra, haciendo escuchar
sus dulces voces.
III. Dije, exclamé: ojalá no os cause pena a
vosotros, amados míos que os habéis parado a escuchar; ojalá que los
brillantes pájaros zumbadores acudan pronto. -¿A quién buscaremos, noble
poeta? –Pregunto y digo-: ¿en dónde están las bellas y fragantes flores
con las cuales pueda alegraros, mis nobles compañeros? Pronto me dirán
ellas cantando: -Aquí, oh, cantor, te haremos ver aquello con que
verdaderamente alegrarás a los nobles, tus compañeros.
IV.
Condujéronme entonces al fértil sitio de un valle, sitio floreciente
donde el rocío se difunde con brillante esplendor, donde vi dulces y
perfumadas flores cubiertas de rocío, esparcidas en derredor a manera de
arcoiris. Y me dijeron: - Arranca las flores que desees, oh cantor
–ojalá te alegres-, y dalas a tus amigos, que puedan regocijarse en la
tierra.
V. Y luego recogí en mis haldas delicadas y deliciosas
flores, y dije: -¡Si algunos de nuestro pueblo entrasen aquí! ¡Si muchos
de los nuestros estuviesen aquí! Y creí que podía salir a anunciar a
nuestros amigos que todos nosotros nos regocijaríamos en las variadas y
olorosas flores, y escogeríamos los diversos y suaves cantos con los
cuales alegraríamos a nuestros amigos, aquí en la tierra y a los nobles
en su grandeza y dignidad.
VI. Luego yo, el cantor, recogí todas las
flores para ponerlas sobre los nobles, para con ellas cubrirlos y
colocarlas en sus manos; y me apresuré a levantar mi voz en un canto
digno, que glorificase a los nobles ante la faz de Tloque-in-Nahuaque,
en donde no hay servidumbre.
… El dolor llena mi alma al recordar en dónde yo, el cantor, vi el sitio florido…
De
manera que el poeta, en pos del secreto natural, llega hasta el lecho
mismo del valle. Estoy en un lecho de rosas, parece decirnos, y envuelvo
mi alma en el arcoiris de las flores. Ellas cantan en torno suyo, y,
verdaderamente, las rocas responden a los cantos de las corolas.
Quisiera ahogarse de placer, pero no hay placer no compartido, y así,
sale por el campo llamando a los de su pueblo, a sus amigos nobles y a
todos los niños que pasan. Al hacerlo, llora de alegría. (La antigua
raza era lacrimosa y solemne.) De manera que la flor es causa de
lágrimas y regocijos.
La parte final decae sensiblemente, y es quizá aquella en que el misionero español puso más la mano.
Podemos
imaginar que, en una rudimental acción dramática, el cantor distribuía
flores entre los comensales, a medida que la letra lo iba dictando.
Sería una pequeña escenificación simbólica como esas de que aún dan
ejemplo las celebraciones de la Iglesia. Anúncianlas ya los ritos
dionisiacos, los ritos de la naturaleza y del vegetal, y perduran
todavía en el sacrificio de la misa.
La peregrinación del poeta en
busca de flores, y aquel interrogar al pájaro y a la mariposa, evocan en
el lector la figura de Sulamita en pos del amado. La imagen de las
flores es frecuente como una obsesión. Hay otro cantar que nos dice:
“Tomamos, desenredamos las joyas. Las flores azules son tejidas sobre
las amarillas, que podemos darlas a los niños. –Que mi alma se envuelva
en varias flores, que se embriague con ellas, porque pronto debo
ausentarme.” La flor aparece al poeta como representación de los bienes
terrestres. Pero todos ellos nada valen ante las glorias de la
divinidad: “Aún cuando sean joyas y preciosos ungüentos de discursos,
ninguno puedo hablar aquí dignamente del dispensador de la vida.” –En
otro poema relativo al ciclo de Quetzalcóatl (el ciclo más importante de
aquella confusa mitología, símbolo de civilizador y profeta, a la vez
que mito solar más o menos vagamente explicado), en toques descriptivos
de admirable concentración surge a nuestros ojos “la casa de los rayos
de luz, la casa de culebras emplumadas, la casa de turquesas”. De
aquella casa, que en las palabras del poeta brilla como un abigarrado
mosaico, han salido los nobles, quienes “se fueron llorando por el agua”
–frase en que palpita la evocación de la ciudad de los lagos. El poema
es como una elegía a la desaparición del héroe. Se trata de un rito
lacrimoso, como el de Perséfone, Adonis, Tamuz o alguno otro
popularizado en Europa. Sólo que, a diferencia de lo que sucede en las
costas del Mediterráneo, aquí el héroe tarda en resucitar, tal vez nunca
resucitará. De otro modo, hubiera triunfado sobre el dios sanguinario y
zurdo de los sacrificios humanos, e impidiendo la dominación del
bárbaro azteca, habría transformado la historia mexicana. El quetzal, el
pájaro iris que anuncia el retorno del nuevo Arturo, ha emigrado,
ahora, hacia las regiones ístmicas del Continente, intimando acaso
nuevos destinos. “Lloré con la humillación de las montañas; me
entristecí con la exaltación de las arenas, que mi señor se había ido.”
El héroe se muestra como un guerrero: “En nuestras batallas, estaba mi
señor adornado con plumas.” Y, a pocas líneas, estas palabras de
desconcertante “sintetismo”: “Después que se hubo embriagado, el
caudillo lloró; nosotros nos glorificamos de estar en su habitación.”
(“Metióme el rey en su cámara: gozarnos hemos alegrarnos hemos en ti.”
Cant. de Cant.) El poeta tiene muy airosas sugestiones: “Yo vengo de
Nonohualco –dice- como si trajera pájaros al lugar de los nobles.” Y
también lo acosa la obsesión de la flor: “Yo soy miserable, miserable
como la última flor”.
IV
But glorious it was to see, how the
Open region was filled with horses and chariots…
Bunyan, The pilgrim´s progress
Cualquiera
que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que
sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni
siquiera fío demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la
raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por
domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base
bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda,
de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la
sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común. Pero
cuando no se aceptara lo uno ni lo otro –ni la obra de la acción común,
ni la obra de la contemplación común-, convéngase en que la emoción
histórica es parte de la vida actual, y, sin su fulgor, nuestros valles y
nuestras montañas serían como un teatro sin luz. El poeta ve, al
reverberar de la luna en la nieve de los volcanes, recortarse sobre el
cielo el espectro de Doña Marina, acosada por la sombra del Flechador de
Estrellas; o sueña con el hacha de cobre en cuyo filo descansa el
cielo; o piensa que escucha, en el descampado, el llanto funesto de los
mellizos que la diosa vestida de blanco lleva a las espaldas: no le
neguemos la evocación, no desperdiciemos la leyenda. Si esa tradición
nos fuera ajena, está como quiera en nuestras manos, y sólo nosotros
disponemos de ella. No renunciaremos –oh Keats- a ningún objeto de
belleza, engendrador de eternos goces.
Madrid, 1915
Alfonso Reyes