Día a día, Aristegui toma el pulso a la sociedad a través de reportajes, entrevistas, libros, columnas y editoriales que enriquecen la conversación pública. Articulista en Reforma, ha impulsado su propio proyecto de periodismo digital y dirige un programa de entrevistas en CNN. Hasta hace unos meses, Aristegui era también la periodista de radio más escuchada en México. Si bien es una periodista con la capacidad de desarrollar diversas áreas de la expresión de ese oficio, el de locución de radio parece serle intrínseco o natural.
Con cuatro horas continuas al aire (de 6 a 10 am), Aristegui
hilvanaba historias con puntual redacción, datos precisos y revelaciones
insólitas. Nunca tuvo que desmentir alguna nota que presentara incorrecta
porque sabía distinguir entre opiniones y hechos o evidencias, que siempre
corroboró; si se equivocó en algún dato fue
menor y lo corrigió más pronto que tarde. Su capacidad de divulgación tampoco
excluyó voces. Todos los personajes públicos –de una y otra postura- pasaron
por su micrófono, que se volvió una especie de foro de debate público, o hasta
fiscalía moral o ciudadana. Pero, sobre todo, víctimas del poder –de mujeres a
estudiantes, de periodistas a autodefensas- tuvieron oportunidad de contar su
historia y su versión de los hechos, casi siempre distante de la versión oficial.
La audiencia, en sus mañanas, ejercía su derecho a la
información exhaustiva, imparcial y documentada, que se practica en muy pocos
espacios. Aristegui cuestionó, cuando pudo, a funcionarios públicos, ejerciendo la rendición de cuentas y la
capacidad de crítica, pero sobre todo llevando a sus últimas consecuencias los
principios esenciales del periodismo, que es buscar la verdad y darla a conocer
cuando compete al interés de la sociedad (aunque para un particular resulte incómoda).
Aristegui fue consecuente con su oficio y por eso se le apartó de la radio.
Su despido de MVS ha hecho pensar al académico
José Antonio Brambila en el caso Watergate. “El trabajo periodístico es
comparado en importancia al escándalo Watergate en 1973, que expuso actividades
ilegales del presidente (Richard) Nixon en Estados Unidos y terminó con su
renuncia un año después (…) Mientras en Estados Unidos, Bob Woodward y Carl
Bernstein ganaron el Premio Pulitzer, en México, Carmen Aristegui y su equipo
de 19 personas perdieron su empleo”. No
habría sido la primera vez; el expresidente Calderón condicionó el espacio de
la periodista a cambio de la estabilidad y el incremento de los negocios entre
el Gobierno y la concesionaria. Todo apunta a un caso similar con Peña, el
presidente en turno, aunque en este caso MVS no parece dispuesta a rectificar ni revelar sus motivaciones como hizo entonces.
La imagen del que ocupa el cargo presidencial ha sido afectada –como la de
Videgaray y Osorio Chong, sus ministros- por revelaciones sobre vínculos con ciertos
contratistas fuera de toda justificación ética y legal; revelaciones dadas a
conocer, en su mayoría, por el trabajo de Aristegui y su equipo, y que llevaron
a la cancelación de un tren, además de declaraciones insólitas de Angélica Rivera, esposa de Peña, o el nombramiento de un funcionario para
"investigar" a quien lo contrató. Distinto el manejo de la presidenta Michelle Bachelet
en Chile, que con un conflicto de interés y una crisis de legitimidad similares
pidió disculpas a su nación, se replanteó de fondo su actuación nombrando un
comité verdaderamente independiente e íntegro para investigarla y pidió la
renuncia a todos sus ministros ofreciendo una renovación estructural de la
clase política.
También el partido del presidente ha sido afectado por las
investigaciones de Aristegui. Al mejor estilo Günter Wallraff, una reportera
anónima de su equipo se infiltró en las oficinas del PRI del Distrito Federal
donde su entonces más alto dirigente, Gutiérrez de la Torre, tenía montada a su
servicio una red de prostitución de mujeres (incluidas menores de edad). Aristegui
difundió audios que la reportera logró capturar de manera encubierta y en pocas
horas el PRI se vio forzado a remover a Gutiérrez, que la justicia no ha
procesado. Sin la labor invaluable de Aristegui, estos y otros episodios no
serían del conocimiento público. También difundió informaciones inéditas sobre
el Monexgate, el caso Góngora o la difusión en Televisa de propaganda política
como información noticiosa.
El periodismo es un bien público para la sociedad, pues
¿cómo medir las repercusiones de una sociedad informada, que se forja un
criterio con información certera y amplia, que escucha diversidad de opiniones y tiene la oportunidad para expresar las propias?
La libre difusión de la información, expresiones e ideas no ha de ser coartada;
al contrario, la ley la incentiva, la alienta, y el Estado tiene la obligación
de garantizarla. Las concesionarias y permisionarias de un espectro y servicios
de carácter público no son ni deben ser la excepción.
La información, como el conocimiento, son
herramientas esenciales que las sociedades y los individuos tienen a la mano para tomar
mejores juicios y decisiones. Por eso la comunicación y la democracia se
mezclan, y Aristegui, no sólo por el efecto de su popularidad sino por el
ejercicio mismo de su profesión, como el resto de periodistas (aunque año tras año, decenas son privados de su vida o encarcelados), contribuyen de diversas maneras a
fortalecer una democracia que todavía en México no alcanza a conocer su alba. En
una democracia real y efectiva, los profesionales de la información son leídos,
escuchados, difundidos, reconocidos pero nunca acallados. Como reconoció ya un juez federal: “la materia del contrato (entre
la periodista y la concesionaria) tiene relevancia social y pública que
trasciende el interés privado por tratarse de servicios de periodismo y
difusión de información pública”.
Redacción Párpado